sábado, 20 de octubre de 2007

Cuento Javier Escalante

Pisadas


Pisé otra. Y otra más. Así regreso a casa, jugando un juego que había ideado unas cuadras antes. Piso otra más. Pobre de aquella que ose cruzarse en mi camino; de dónde saldrán tantas me pregunto mientras subo por mi calle entre los arbustos; mis pasos atentos y la vista puesta en mis huaraches del color de la noche, como ésta que se deja sentir a oleadas insolentes de humedad espesa, de calor de ropa pegajosa.
Otra más que persigo y piso, antes de cruzar la reja de entrada. Con su crujido de muerte aún fresco en los oídos, veo la ventana de mi departamento abierta de par en par y también la puerta. Claro, con este calor sudcaliforniano no se puede permanecer encerrado en ningún sitio, me digo cuando al entrar veo a Perla sentada en el piso de la cocina, al fondo, muy seria. Hola Perla, la saludo como siempre que la encuentro en casa. Me lo devuelve con su mirada de mar nadando en reflexiones. Mientras me saco la camisa empapada y pongo en velocidad máxima el ventilador más cercano, la miro. No deja de causarme cierta gracia cuando toma actitudes de mujer mayor a sus quince años; por favor, déjela pasar, que esté un rato en su casa, me ruega don Jorge, mi vecino, su padre. Yo la dejo estar. Incluso cuando tengo que salir dejo que se quede, sabe mucho más cosas además de cerrar una simple puerta si decidiera irse; como que no se siente a gusto en ninguna otra parte, añade don Jorge con risa y amargura mezcladas. Puedo llegar a casa y encontrarla pintando uno de sus coloridos cuadros, lo mismo que recortando fotos o notas de un periódico, que buscando algo para leer del revistero o simplemente husmeando en el pequeño jardín trasero. No la interrumpo. Hacía tiempo que entre nosotros se había establecido algo así como un código sin palabras que compartíamos tácitamente; decido darme la sexta ducha del día y entro a la regadera, oh delicia refrescante, vuelvo a la vida lentamente entre la espuma y los chorritos de agua de La Paz; abro un ojo en medio de tanto placer y miro asombrado por la ventanita hacia el jardín trasero.
Algo así como un destello, un rojo anormal; poniéndome un short voy hacia la cocina, Perla, ¿tú también...?, salgo al jardincito, el sudor empieza a sustituir al regaderazo; Perla no está por ningún lado, en el centro del jardín en medio de la arena bajo el pequeño cactus, una fogatita que arde, hay también lo que deduzco son unos papelitos y una mecha encendida. Intento correr hacia la puerta de entrada pero la explosión me lanza hasta el piso de la banqueta, junto al árbol del cual me apoyo para ponerme en pie, ni rastro de Perla ni de su padre y quizá ni de mi casa, no siento calor pero sí una capita de sudor frío cubriéndome el cuerpo; camino calle abajo y recuerdo el juego que había ideado cuadras atrás y minutos antes, la mirada puesta en pies ahora sin los huaraches del color de la noche. Seguro de no volver a encontrar a ninguna, de no volver a pisarlas, pienso Perla, tú también. Tú también quisiste acabar con tanta cucaracha cómo yo alguna vez, pero tú sí te atreviste.

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