sábado, 20 de octubre de 2007

Octavio Escalante

El viejo


Seguramente mi padre lo conocía, alguna vez me dijo que tuvo un accidente que lo dejó un poco loco. Después del golpe, decidió remodelar su auto cortando con una cierra eléctrica la parte de arriba, y pintando con brocha gorda la parte de abajo. ‘’vivía por el centro’ me contó mi padre.
Yo, desde pequeño pasaba frente a su casa y la miraba con cierto temor. Me inquietaba el hecho de que nunca lo vi salir, nunca lo vi regresar con un litro de leche y pan, ni siquiera en las mañanas para ir al trabajo, nunca se escucharon griteríos de juerga, ni mujeres se vieron entrar. Era un desconocido, apenas y veía su silueta junto a la ventana, se esfumaba.
Había rincones con muy poca luz; en la niñez, y un poco ya de grande, tuve miedo de ver alguna cara sonriendo burlonamente entre tantos objetos inservibles. El frente de su casa era una pared de poco más de un metro de alta, sin pintar; junto a ella un portón absurdo y siempre cerrado, dejaba ver el interior desierto, hasta el fondo, donde la casa parecía arrinconarse en la negrura para evitar las miradas de la gente. La casa no estaba pintada por ningún lado, la puerta de entrada no se veía con facilidad pero yo notaba que estaba oxidada, y ostentando un candado grueso y cansado. Del techo colgaba una cadena ancha que se enrollaba alrededor de un viejo motor de automóvil. Algunos vecinos bromeaban diciendo que el motor se había ahorcado, harto de vivir con su dueño. Junto a la puerta estaban las repisas colmadas de objetos inservibles, como museo de un arte que nadie entiende. Había motores de abanicos y tuercas desparramadas; rines de bicicletas pequeñas, retorcidos y con pocos rayos, como chimuelos; botes de lámina que seguramente no usaba como contenedores de basura pues la casa estaba llena de ella; el alambre abundaba, atravesando entre muchos objetos, como marcando la trayectoria de las cucarachas que marchaban a toda hora por esas metálicas colinas. Frascos llenos de agua sucia reposaban junto a globos terráqueos agujereados, opacos. Había matado a un perro, en frente de todos esos objetos, y ya sólo quedaba la mancha en el piso, pues los pelos los había barrido el viento tiempo atrás. Me amedrentaba tan sólo con voltear a ver su casa, pero jamás resistí a tal tentación. En la pared: una ventana, soldada de la manera más bruta, a base de malla ciclónica y tubos. No había vidrios, desde la calle se alcanzaba a ver el único cuarto del viejo, tapizado de cables, botes de aceite, tornillos desparramados por doquier, trapos llenos de grasa. En el techo había muchísima madera y fierros, en el patio de enfrente algunos árboles se resistían a no morir.
Yo crecí, ahora iba a las tortillas en el auto de papá y regresaba tomado de vez en cuando en la madrugada, sin prestar atención a los miedos de mi niñez. Una tarde, cuando el día era de color naranja y la calle estaba solísima, caminé frente a la casa que tanto horror causaba en mí cuando apenas era un pequeño; esa casa era uno de varios recuerdos que no me dejaban olvidar lo inocentes que podemos ser de niños. Pensé en mirar hacia adentro con mucha atención, con las ganas infinitas de encontrar una cara maligna entre los botes llenos de tuercas, o la cantidad de alambre que parecía hilo enredado; deseaba poder ver algo monstruoso entre tanto desorden, me acerqué hasta el portón, esforcé mi vista que ahora se ayudaba de unos lentes, y encontré dentro de la casa, tal vez en un sillón o un colchón alto, al viejo viendo la tele. Dejé escapar un soplido de decepción, era mi viejo, el loco a quien tenía guardado en un cajón de mi memoria, la historia que contaba a mis pequeñas amistades, ahora convertido en un simple y aburrido televidente.

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